03 octubre 2023

Reflexiones a medianoche sobre el ser humano (no aptas para el s. XXI)

A pesar de las similitudes biológicas que compartimos con otras formas de vida en este planeta, en ocasiones surge una pregunta fascinante. Se ha discutido en detalle las diferencias que nos separan de los demás animales: la conciencia, el lenguaje, la capacidad de pensar abstractamente, la tecnología, la cultura o la ética.

Estas características han sido consideradas como elementos distintivos de los seres humanos en comparación con otras criaturas. Sin embargo, es esencial comprender que estas diferencias, aunque significativas, son cuantitativas más que cualitativas.


Aunque ciertos animales pueden mostrar signos de conciencia y autoconciencia, como la planificación a corto plazo o el reconocimiento de sí mismos en un espejo, nuestra conciencia y autorreflexión son mucho más profundas y complejas. Del mismo modo, el lenguaje en otros animales puede implicar comunicación sofisticada, pero no alcanza la riqueza y versatilidad del lenguaje humano.

La pregunta es entonces: ¿qué nos hace realmente únicos? ¿cuál es la singularidad que nos diferencia de manera inequívoca de todas las demás criaturas? La respuesta radica en nuestra capacidad de distinguir la idea de un ser creador. Mientras que las diferencias cuantitativas que mencionamos son notables, la creencia en un ser creador es una característica única en los seres humanos. Aunque algunos comportamientos animales pueden parecer rituales, estos están impulsados por instintos (como el cortejo y apareamiento) y carecen de profundidad simbólica y espiritual.


¿Y qué ocurre si eliminamos esta idea? ¿Qué sucede si despojamos a los seres humanos de esta singularidad? Cuando eliminamos la creencia en un ser creador, el ser humano pierde esa diferencia crucial que lo separa del resto de los animales del planeta. La deshumanización, en este contexto, es el riesgo de perder nuestra singularidad y ser reducidos a un estatus igual al de las demás criaturas.

Esta deshumanización nos lleva, sin duda, a un panorama preocupante en el que se pueden proponer leyes y políticas que, en nombre de la igualdad con otros animales, llegan a ser totalmente absurdas desde una perspectiva racional. En lugar de reconocer nuestras capacidades cognitivas y espirituales únicas, podemos vernos forzados a reducirnos a un nivel puramente biológico.


A medida que la singularidad humana se desvanece, resulta más fácil exponernos a preguntas éticas y legales del tipo: ¿deberíamos considerar a los animales como iguales a los humanos en términos de derechos? ¿cómo se equilibran los derechos humanos con los derechos de otras criaturas? Estas cuestiones tan ridículas surgen cuando la singularidad humana se pone en tela de juicio.

Es fundamental reconocer que el cuidado del planeta y del entorno no es un fin en sí mismo, sino un medio para favorecer nuestra propia existencia. Si bien es importante promover soluciones sostenibles, debemos recordar que cualquier política o acción debe tener en cuenta que el ser humano es el actor central de este mundo y que su bienestar debe ser prioritario, por encima del de cualquier otra especie.

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